Por Javier López Narváez Hubo un tiempo en que el mundo giraba conforme lo determinaba una casetera. A la vida, que solía llegar impresa en los vinilos de 33 revoluciones que distribuían las tiendas autorizadas, había que comprimirla dentro de una cinta de 60 minutos para que pudiera seguir existiendo durante los paseos en automóvil, los recreos escolares o hasta los preludios del sueño a través de aquel artefacto cuyo ostentoso seudónimo era “walk-man” (hombre que camina), pero que en el fondo no era más que una casetera básica con parlantes en miniatura. Por entonces, nadie hablaba de piratería. El centro histórico estaba lleno de locales a los que la gente acudía para hacerse con los objetos de su soundtrack personal, pero nadie ocultaba la costumbre antigua de replicar los discos en formatos caseros no solo para conservar el acetato en buen estado, sino también para compartir ciertos retazos de vida con el resto de sus semejantes. Yo mismo, en más de una ocasión, dupliqué
Ejercicios de aproximación literaria, relatos, canciones y otras barbaridades esquizo-lingüisticas