Mi abuelo me llamó una tarde a su estudio, me hizo sentar en el escritorio y me puso al frente su máquina de escribir. Yo debía tener unos diez u once años y me fascinaba el arte de la escritura mecánica, muy anterior a la digital, porque le sentía un halo de misterio mágico y un vínculo secreto con la literatura. De modo que me ilusionaba jugueteando con las letras labradas en el metal del teclado y aspirando el aroma relajante de la cinta de tinta negra, cuando el abuelo comenzó a dictar un discurso. No recuerdo cuál era la ocasión exacta: una cena previa al viaje de mi tío a España o posterior a su regreso; pero el abuelo había preparado un brindis bien redactado y yo era el secretario que lo debía pasar en limpio.
Esto es lo primero que recuerdo ahora, sentado en mi propio escritorio frente a una computadora portátil. Recuerdo sus palabras, engarzadas en frases completas que me dictaba con parsimonia. Frases que se había esforzado por construir elegantes y que se escuchaban sencillas, sin erudición pretendida. Las frases de un hombre que se forjó a sí mismo en las letras y en la vida, y que con frecuencia se envanecía de aquello revelando a cualquiera que lo quisiera escuchar que él apenas había estudiado hasta tercero de primaria. Tuvieron que pasar treinta y dos años de aquella tarde para que yo, mientras escribo esto, descubra toda la fuerza que ha tenido la figura del abuelo en mi formación y en mi camino de vida.
Aquella anécdota de sus estudios es una de cientos de historias que se repiten con frecuencia dentro y fuera del ámbito familiar. Por eso durante mucho tiempo tuve la sensación de que el abuelo habitaba un espacio distinto, ajeno al cotidiano material y que pertenecía más bien al territorio de los mitos. Se cuenta que nació peón de finca durante la primera mitad del siglo pasado y que aprendió el oficio de la sombrerería para tener de qué vivir. Había querido ser maestro docente pero las carestías que lo obligaron a abandonar la escuela antes del cuarto año le cambiaron el futuro. Fue dragoneante en el ejército y tuvo intención de continuar la carrera militar, pero narra la leyenda que esta vez fue el llanto de su madre lo que le torció el destino. Se dedicó al comercio, fue viajero, y aunque nunca lo admitió abiertamente, algunos detalles de sus cuentos me han hecho pensar que su actividad comercial más de una vez estuvo atravesada por el contrabando. Nada raro, por cierto, para la vida real de un pueblo fronterizo de cualquier frontera de cualquier país del mundo.
Dicen que fumaba cuando joven. Con frecuencia le escuché contar la historia de una epifanía, que lo había encontrado en su casa una noche atravesando el patio que separaba el baño de la habitación. Estaba casado con Lucía, mi abuela, y no sé cuántas de sus hijas ya existían. Aquella noche como si se tratara de una revelación divina, supo de golpe que debía dejar el tabaco. Así fue como yo aprendí que la fuerza de voluntad existe, y que es una marca de familia.
Sus hijos, mi madre incluida, evocan recuerdos equívocos respecto del temperamento de mi abuelo. Cuando lo hacen, suelen hablar de un padre responsable y trabajador, pero poco afectivo. Un hombre severo que en la tarea de educar y formar una familia pudo llegar incluso al maltrato físico y psicológico. No es mi afán el de justificar conductas, y mucho menos invalidar experiencias. Pero para ser justos con su memoria, siento que mi obligación de hoy es señalar, primero, que mi abuelo tuvo que haber sido hijo de su tiempo, su crianza y su contexto. Un tiempo en el que solo sobrevivía el más fuerte.
Por eso debe ser que el padre que recuerdan sus hijos no se parece mucho al abuelo que conocimos mi hermano Andrés y yo. Nosotros vivimos su afecto. El de un patriarca severo y cariñoso. Sus dos primeros nietos tuvimos la potestad de la irreverencia empezando por el nombre. Segundo Narváez Bravo se llamaba, y nosotros podíamos decirle con la confianza de un amigo que lo de Bravo se le notaba. No era Segundo, ni abuelo, ni papá. Para nosotros era Segundín.
Cuando llegábamos a su casa en vacaciones, Segundín lo disponía todo para nosotros: desde nuestra habitación lista con los afiches de la selección Colombia en las paredes, hasta las gaseosas de sabores en la despensa. Nunca nos faltaba nada, y su ilusión por consentirnos era tal, que en una ocasión estuvo al borde de la muerte: unos asaltantes le dispararon creyendo que llevaba un maletín lleno de billetes, pero en realidad lo que llevaba adentro era una bolsa grande de confites que se había sacado del almacén al saber que mi hermano y yo estábamos en la casa. El tiro entró por la mejilla, atravesó el cuello y quedó instalado para siempre cerca del inicio de la columna vertebral. Verlo sobreviviente del atentado confirmó mi sospecha de que no se trataba de un ser humano convencional.
Parecía inmortal. Durante la época del colegio solía repetir el anhelo de que “ojalá alcance a verlos bachilleres”. Y el tiempo pasó, y nos vio bachilleres. Y la cantaleta consiguiente era que “ojalá alcance a verlos profesionales”. Y pasó el tiempo, y nos vio profesionales. Y si yo hubiera tenido el mal juicio de mantenerme esclavo del sistema educativo, me habría alcanzado a ver magister, como en efecto sucedió con mi hermano.
Segundín fue un maestro de vida. Más de la mitad de las cosas que sé, las aprendí en Ipiales, nuestro pueblo: desde carpintería básica hasta inyectar a un ternero. Aprendí a fabricar cometas, jugar a las cartas, montar a caballo, hacer empanadas, buñuelos y arepas. El primer carro que manejé en la vida fue su mítico Nissan verde, un campero de los años ochenta con una doble tracción que casi nunca se usaba, y que fue el primer vehículo que choqué por no saber medir el ancho de la puerta del garaje. Esa fue la única vez que temí su reacción, pero en contra de todo pronóstico lo tomó como si nada. Tiempo después nos confesó que había pensado que si me reprendía, yo le cogería miedo al carro y no volvería a conducir.
Hubo una temporada en que se puso de moda entre los niños de mi colegio poner a bailar trompos y hacer malabares con ellos. Yo siempre fui torpe para esas cosas, debido a lo que hoy entiendo como una dispraxia congénita. Ese año, durante las vacaciones, Segundín se ocupó de entrenarnos, al punto que Andrés y yo ganamos el primer y el segundo lugar en un concurso de fin de año. Era como si no hubiera nada que el abuelo no pudiera hacer. “Yo me las sé todas”, decía, “y las que no, me las invento”. Eso también lo aprendimos.
Si Segundín hubiese sido un personaje literario, su arquetipo habría sido el de héroe. El gran Plot twist de su historia fue llegar a ser el dueño de la misma finca ganadera en la que había nacido peón. Luego llegó a tener una propiedad en Pilcuán, un caserío de clima templado a 30 minutos de Ipiales en donde le gustaba pasar las temporadas frías, porque al igual que yo, el abuelo era team calor. Allí nos íbamos los tres: Segundín, Andrés y yo, a pasar temporadas que ahora recuerdo como las más felices de mi niñez y adolescencia. Aprendimos a cosechar café, despulparlo, secarlo y tostarlo de la manera más artesanal posible. Con mi hermano jugábamos al fútbol mientras el abuelo nos miraba sentado en una poltrona desde el porche de la casa. Ahora sé que es esa la imagen que me voy a llevar por siempre.
Tal como puso frente a mí la máquina de escribir, Segundín también puso en mis manos mi primera guitarra. Y fue por su insistencia tenaz que di mi primer concierto, a los 7 años, en el día de las madres del colegio Champagnat. De modo que todo lo que soy, cada crónica periodística que se publica con mi firma, y cada canción que se canta bajo mi autoría, son una consecuencia de la vida de mi abuelo. El Segundo Narváez que recordaré siempre es éste: el héroe mítico que nació peón y murió rey león.
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