Esta noche tengo que entregar un reconocimiento al desempeño y la trayectoria de doña Paulina Tamayo, y todavía no he podido dar con las palabras justas que acompañen el momento, y que sean capaces de ponerlo a la altura de la artista que recibirá el homenaje.
¿Qué le podemos decir, que no haya escuchado antes, a la mujer que empezó a recibir trofeos cuando apenas tenía cinco años? Comenzaba la década de 1970, y la inocente niña de entonces inició su carrera con el acto, simple y puro, de abrir la boca para cantar en un concurso de aficionados promovido por radio Éxito, del fallecido José Rodríguez Santander.
¿Qué valor podemos agregarle hoy a esta carrera, cuya primera presentación producto de aquel primer premio tuvo lugar en Colombia, ganándose así, de entrada su carácter internacional? Se cuenta que cuatro años después, sin haber completado todavía su primera década en el mundo, Paulina Tamayo cantaba en Lima el pasillo Rebeldía cuando se vio llorar entre el público a doña Chabuca Granda, la cantante legendaria del Perú. Imagino la escena tal y como se ha contado varias veces: la niña entonando con dulzura los oscuros versos que rezan “señor, no estoy conforme con mi suerte, ni con la dura ley que has decretado”, mientras en el centro del salón la artista mayor murmura entre lágrimas algo que podría tomarse como un conjuro o como una bendición: “esta niña no es una estrella, porque las estrellas brillan un tiempo y se apagan” -cuentan que vaticinó doña Chabuca Granda- “ella será un astro por siempre”.
¿Qué cosa que se diga esta noche podría llenar el alma de doña Paulina más que la emoción de esta leyenda limeña? ¿Qué otro premio se le puede dar, que le otorgue más felicidad que la profecía que le regaló Chabuca Granda hace más de cuatro décadas?
Porque la profecía se cumplió al pie de la letra, y la estrella de Paulina Tamayo no ha dejado de brillar desde entonces. Brillaba ya cuando se escapaba de su casa para escuchar los ensayos de Consuelito Vargas en el barrio quiteño La Tola, y ese brillo fue copando cada espacio alrededor de su arte, de modo que de su casa salió al barrio y alcanzó primero a la compañía de teatro de Ernesto Albán, con quien hizo carrera y aprendió los entresijos del negocio del espectáculo.
Y sigue brillando, casi 50 años después de iniciada su carrera. Brilla como brilló la noche del 2016 en que se convirtió en la primera mujer ecuatoriana en llenar el Coliseo General Rumiñahui, en un país en el que los artistas locales no alcanzan a llenar las butacas de pequeños teatros de 500 o 1000 asistentes. Brilla hoy, en Quito, como ha brillado en sus giras por Madrid, Barcelona, Valencia, Bruselas, Lausanne, Londres, París o Roma. Brilla en vivo como ha brillado en televisión, y seguirá brillando, porque es su naturaleza.
¿Qué decir ante la evidencia de su grandeza, más grande que todas las palabras grandes o grandilocuentes. Que es ecuatoriana, que es mujer, que es madre? ¿Cuál es la voz que se puede alzar esta noche que no sea opacada por la pureza de su canto firme y desenfadado? ¿Qué se le puede dar a una mujer que desde niña nos lo ha dado todo envuelto en el fino hilo de sus melodías?
Reconocerla como leyenda viva quizás sea lo más acertado, para no cometer la imprudencia de siempre de llegar tarde a algún homenaje póstumo. Pero ¿cómo decirlo sin que suene a lugar común?
Se me ocurre ahora que ante la falta de palabras más oportunas, habría que entregarle el reconocimiento de hoy con los versos con que empezó todo a sus cinco años; los versos de aquel pasillo de Humberto Saltos que le hicieron ganar su primer premio, y que ahora se los doy a nombre de todo un país agradecido y emocionado: “Hoy te entrego mi vida, mujer envanecida. Tómala. Tú sabrás lo que has de hacer con ella”.
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