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CONTIGO (Primera Parte)

Esta mañana recordé a Sofía. Sucedió mientras, distraído, escuchaba la música que ponía el conductor del bus cuando me dirigía al centro comercial para cumplir con un encargo de mis padres. Fue la canción de Sabina lo que me trajo su rostro inevitable. Por unos segundos sentí al mundo tambalear, como si la realidad perdiera piso, se desmoronara ante la súbita inmediatez fantasmal de una imagen que iba cobrando forma a medida que los detalles se apoderaban de mi cabeza, al compás del yo no quiero un amor civilizado...; extraña elección para un chofer de bus de nuestros tiempos en este preciso lugar del mundo.

Sofía y yo asistimos a la misma clase de Historia del Arte en la universidad. Yo cursaba el tercer año de Comunicación, y había decidido tomar aquella asignatura como una de mis optativas para llenar el hueco que tenía entre el almuerzo y la hora de entrar a la disco-tienda en la que trabajaba por las tardes. Terminada la clase, apenas me quedaba el tiempo justo para coger un bus hacia el centro comercial y, una vez allí, cambiar mi apariencia fachosa de jeans y camisetas raídas por el pantalón negro de dril y la camisa blanca con el logotipo de la tienda en el bolsillo izquierdo; por eso no tuve oportunidad de hacer muchos amigos nuevos aquel semestre, y menos entre los asistentes a una cátedra que, en principio, no tenía tanto que ver con mi especialidad.

Una tarde, después de casi un mes de que empezaran las clases, noté que alguien me miraba con insistencia desde la parte trasera del autobús en el que me dirigía al trabajo. Entonces Sofía era una mujer de larga cabellera negra, envuelta de cuerpo entero en un vestido azul marino parecido a los que usan las mujeres en la costa, a través de cuya delgada tela se adivinaban con facilidad los contornos de un cuerpo hermoso, moldeado lo suficiente como para ser sensual sin perder el aspecto de mujer serrana poco voluptuosa. Yo no recordaba haberla visto antes. En realidad, durante aquel tiempo no había tenido oportunidad de fijarme en ninguno de mis compañeros nuevos, así que no habría reconocido a alguno si me lo hubiera encontrado por fuera del campus; pero en el caso de Sofía, no podía recordarla debido a unos dolores intensos que durante las últimas dos semanas se habían apoderado de su garganta, in crecendo, hasta privarla incluso de la posibilidad primaria de alimentarse, obligándola a permanecer todo ese tiempo postrada, en cama, fuera del distraído alcance de mi memoria. Todavía tenía la voz algo afónica cuando me habló.

– ¿Puedo sentarme ahí?– dijo apuntando su índice izquierdo hacia el libro que sostenía abierto sobre mis piernas. No pude contestar. Desde que la vi subir al bus tuve la sensación de ser observado, pero supuse que no era más que el producto de mis delirios afectados por aquella intimidante belleza que ahora, superando cualquier arrebato de mi desbordante imaginación, parecía querer sentarse sobre mis piernas, o para ser más exacto, sobre el avejentado ejemplar de la novela cuya reseña debía tener lista para mi clase de redacción del día siguiente.

– Quiero decir que si serías tan amable de cambiarte de asiento y cederme el que está junto a la ventana.

Lo hice sin decir nada, algo avergonzado por los pensamientos que ella debió de adivinar al advertirme aturdido y sin saber cómo evitar mi enrojecimiento de mejillas. Quise terminar el resto del viaje enfrascado en la lectura, pero ella se encargó de romper el hielo preguntándome sobre la trama del libro, y para cuando nos acercamos al centro comercial descubrí con sorpresa que ya nos comportábamos como viejos amigos, algo que no me pasa con frecuencia ante ningún desconocido, mucho menos si se trata de una mujer.

No pude evitar sentirme un ingenuo al recordar estas cosas. Durante aquella primera conversación Sofía no dijo nada, y mucho menos dio algún tipo de explicación acerca de la intempestiva forma en que se acercó a pedirme el asiento; pero luego, cuando ya éramos lo bastante cercanos, solía repetir el episodio en voz alta con el objeto de hacerme enojar, para lo cual me miraba de frente, sonrisa diabólica de por medio, y luego de morderse la lengua con picardía, al más puro estilo de La Chilindrina, soltaba su historia con el oprobio eterno de que yo no era sino un chico indefenso y torpe que no supo más que sonrojarse en silencio, quien sabe pensado en qué, cuando ella había ido a quitarme el asiento nada más que por divertirse con mi reacción; por ver con qué le salía. Ahora, cuando incluso este tipo de escenas se perdían en el pasado remoto de mi vida útil, recordé con un poco de lástima a ese muchacho ingenuo, torpe, y en realidad indefenso ante los lances femeninos, que era mi yo de aquellos días, y al hacerlo me reí. Me reí de mí y de la facilidad pueril con que Sofía lograba irritarme por culpa de una reacción que no supe contener a tiempo debido a que yo sí sabía cuáles habían sido los pensamientos que me atacaron aquella tarde frente a ella.

***

En el parque, al otro lado de la calle, una mujer de vestido rojo chocó con un tipo que no hizo nada por evitar el impacto a pesar de haberla visto, despistada, correr hacia él con una prisa negligente. Yo observé la escena desde la ventanilla del bus, y me pareció divertida la manera que tuvieron de chocar; ella impactándolo de frente mientras él, previendo el desenlace, la sostuvo del brazo para mantener el equilibrio y evitar que cayeran uno encima del otro. En ese momento tuve la sensación de estar observando la escena más cursi de alguna película norteamericana. Ella alzó la vista y tropezó con la suya; ambos se sonrieron como si se conocieran de siempre, como si aquello no fuera más que otro reencuentro de los que repiten los canales de televisión cuando el repertorio audiovisual se les acaba al mismo tiempo que los recursos creativos. Detrás de ellos, el detalle de la laguna en calma acentuaba la idea de historia de folletín mientras que Sabina, con aquella tranquilidad cínica de su voz trasnochada, aseguraba que lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes, es que mueras por mí…En ese momento cesó la música.

La señora que se había sentado a mi lado mientras yo trataba de descifrar la escena del parque, miraba con ojos asustados al vendedor de caramelos que había hecho apagar la casetera para soltar su discurso de venta, un compendio de razones enternecedoras que camuflaban, detrás de la verborrea trillada de familia grande y falta de empleo, las aterradoras amenazas de hurto que parecían disparar aquellos ojos inyectados que les son comunes a ciertos ambulantes que se estimulan con pegamento de ferretería para enfrentar sus labores diarias. Me pareció que el miedo de aquella mujer correspondía más bien a una típica reacción racista contra los hombres de piel oscura, a quienes se supone capaces de cualquier atrocidad delictiva y de una que otra hazaña futbolística. Tal vez fue por eso que cuando recibió, temblando, el manojo de caramelos que el hombre le había entregado, ella los guardó de manera casi autómata en el bolso que tenía protegido con ambas manos sobre su regazo. Noté el miedo que delataba su rostro, a pesar de que tan solo estaba siendo parte de una transacción comercial informal, por lo demás común en el ámbito del transporte urbano de nuestra pequeña metrópoli. Por eso no fue capaz de anticipar lo que ocurrió después a causa de su descuido.

Mientras sucedía todo esto, a mi me impactó de forma particular la sonrisa con que la señora se dispuso a recibir los caramelos. En ese momento no supe muy bien porqué, pero en aquel gesto percibí un cierto dejo de perversidad. Era una especie de engaño flagrante al que esta señora se sujetó con fuerza para ocultar sus verdaderos sentimientos de miedo y hasta repugnancia frente al vendedor. Eso fue lo que ocupó mis pensamientos durante los escasos minutos que precedieron a la discusión. Haciendo un pequeño esfuerzo mental fui capaz de ubicar aquella sonrisa en otra parte. En otro rostro. Era Sofía.

***

Las mujeres, lo he visto muchas veces, tienen la capacidad de comunicar infinidad de cosas a través del rostro, para lo cual están dotadas de un amplio número de sonrisas bien diferenciadas, cada una correspondiente a un grupo de ocasiones específicas. Pocas veces una sonrisa femenina es tan solo de alegría. La sonrisa femenina siempre dice, siempre oculta, siempre engaña.

Sofía tenía cinco sonrisas distintas. La primera, la que más utilizó conmigo, era aquella sonrisa pícara, aquel gesto cuasi diabólico con el que solía recordarme, como queda dicho, aquel primer encuentro con ella del que a duras penas logré salir bien librado. En general ésta era una sonrisa de complicidad burlona que ella disparaba con seguridad para envolverme dentro de sus extraños juegos de seducción. En una etapa más avanzada de nuestra relación, fue uno de estos gestos el que le precedió a nuestro primer encuentro sexual.

Sucedió poco tiempo después de habernos conocido, cuando ya nos sabíamos compañeros de clase. Ahora me parece imposible, pero la verdad es que en aquella primera conversación hablamos de cualquier cosa excepto de nosotros mismos. Tal vez fue de música, quizá de literatura; recuerdo un comentario suyo acerca del libro que yo leía y alguna referencia al Génesis. Aquella tarde en el autobús es una imagen borrosa de algo que pudo no haber sucedido, y cualquier recuerdo que de allí se desprende me resulta tan lejano que a veces parece un sueño. Pero no lo fue. Lo sé por la ansiedad que me petrificó el lunes siguiente, cuando creí estar viviendo un dejavú:

– ¿Puedo sentarme ahí?– La misma voz y el mismo índice, ahora una falda verde limón, un suéter blanco y aquel rostro, entregándome por primera vez esa primera sonrisa desde la que Sofía observaba mi perplejidad de la misma forma traviesa en la que una niña observa su golosina antes de saborearla por primera vez. No dijo nada más, y de inmediato se dirigió a un asiento vació en el otro extremo del salón.

Ese día no fui al trabajo. La desafiante autosuficiencia de Sofía me obligó a buscarla después de clases e invitarla a tomar un café. Entonces lo supe todo, que estudiaba arquitectura y que Historia del arte era materia obligatoria, que había estado enferma y que por eso no estuvo todo aquel tiempo, y que me estaría eternamente agradecida si yo la ayudaba a igualarse.

Luego, todo pasó de repente. Como mi tiempo dentro de la universidad estaba copado, ella solía ir a esperarme por las noches en el centro comercial. Yo la encontraba sentada en una de las mesas más apartadas de la cafetería que había en el segundo piso, y allí nos quedábamos durante horas tomando café y haciéndonos compañía. Al principio, la finalidad de nuestros encuentros era más académica que de otra índole; de vez en cuando la conversación tomaba algún giro inesperado que nos llevaba a divagar sobre cualquier cosa. Después de un par de semanas aquellos giros se volvieron tan frecuentes que la materia de estudio pasó a un segundo plano; de todas formas, yo ya me había encargado de llenar sus vacíos de los primeros días, y ninguno de los dos se tomaba la asignatura demasiado en serio como para discutir su contenido más allá de lo necesario.

Cuando ya nos conocíamos lo suficiente, nuestros momentos en la cafetería se me hacían bastante cortos. En la universidad las cosas no habían cambiado mucho: ella siempre llegaba pocos minutos después que yo y se sentaba en el otro extremo del salón sin saludar a nadie, y era la primera persona en irse cuando la clase terminaba. Este comportamiento hacía que el resto de alumnos la considere una chica rara, diferente, oscura; incluso hubo quien se atrevió a insinuar que era lesbiana. Nunca nadie habría podido imaginar que éramos amigos, y yo nunca hice nada por desmentir los rumores que circulaban sobre ella.

Aquello sucedió en la sala de mi casa un sábado a mediodía. La idea era reunirnos a trabajar en nuestro proyecto de mitad de semestre (algo sobre la relación de la arquitectura gótica con el desarrollo de la armonía en los cantos medievales). Mi padre se encontraba concretando un negocio en alguna ciudad del interior, y mi madre había aprovechado esa circunstancia para visitar a los abuelos durante el fin de semana, así que yo me encontraba solo.

Como habíamos acordado, fui a recoger a Sofía a eso de las once y cuarto a la estación de buses que está a unas cuantas cuadras de mi casa. Ella llegó primero, pero en lugar de reclamar la espera me pidió que le prepare algo de comer antes de comenzar el trabajo. No recuerdo con exactitud qué fue lo que me dispuse a guisar. Tomé un huevo de la nevera y lo puse sobre el mesón de la cocina; éste rodó y terminó en el suelo mientras yo buscaba una cacerola para hacer no se qué mezcla; entonces Sofía se burló de mis cualidades culinarias y yo, herido en lo más profundo de mi ego, comencé a preparar el almuerzo con una seriedad solemne que ella se dedicó a destruir entorpeciendo mi trabajo al abrazarme por detrás mientras sus dedos jugaban con los botones de mi camisa.

Su índice empezó a orbitar mi ombligo y sus uñas me hacían cosquillas en el abdomen. Al principio me sentí algo incómodo y le pedí que me dejara trabajar en paz, pero el efecto de sus experimentados dedos le ganó a cualquier razón etérea, despertando a mi herramienta de amores y fantasías hasta el placentero dolor de mis recién cumplidos veinte años. Me di la vuelta y tomé su cintura entre mis manos. Entonces vi el brillo en sus ojos y aquella sonrisa de picardía, con su lengua entre los dientes saboreando mi reacción de macho alterado. Su mano derecha se estiró contra mi pecho para hacerme retroceder unos pasos, y se fue caminando con tranquilidad hacia la sala. Tras unos segundos de perplejidad decidí seguirla. Se había sentado en el sofá principal, cuasi recostada, apoyando la cabeza sobre su brazo derecho. Cuando me vio llegar recogió las piernas encima de los cojines, y su mano izquierda me atrajo hacia ella haciendo que me acueste a su lado, mi cabeza junto a su ombligo.

Tomó mi mano derecha con las dos suyas llevándola hasta los labios, que jugaron con ella como si se tratara de un helado de fresa, su lengua recorriendo mis dedos muy despacio, saboreando cada falange con aquella sutileza bien medida con la que solía hacerlo todo. Luego, sin soltar mi mano, las suyas bajaron hasta mi boca y me incitaron a hacer lo mismo. Para cuando volví a saber de mí nos besábamos en el suelo.

Aquel día fabricamos un amor de fantasía, dibujando en la alfombra criaturas ilusorias con sabor a verdades fundamentales sonando al ritmo de nuestros cuerpos encendidos de muerte pasional. No nos protegimos, así que terminé sobre su cuerpo, y luego de la faena y un par de mecánicas tareas de limpieza corporal nos recostamos en el sofá, uno al lado del otro; entonces pude, por fin, ver el esplendor de su segunda sonrisa, la de sincera satisfacción, copando todo el ámbito de su rostro.


(Continará...)

Comentarios

Fito Valladares ha dicho que…
Saludos, y si pues mi bro, hay rostros que siempre se nos hace fácil dibujarlos en nuestra mente.

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