Antes de nada debo ser claro: yo no me suicidé, y a decir verdad no entiendo muy bien la causa de mi deceso. Se que morí un viernes a las cinco en punto. O al menos ese es el último recuerdo que tengo: miro el reloj con prisa luego de discutir con mi padre por algo relacionado con Carmen. Voy en dirección sur por la calle Amazonas, son las cinco de la tarde. Luego un dolor extraño en el pecho, del lado izquierdo. No fue un infarto. Francisco, mi cuñado, sufrió un infarto hace tiempo. Me dijo que se le había dormido el brazo y se le había hecho difícil respirar. Me dijo que sintió un dolor intenso en el corazón. Me dijo que tuvo suficiente tiempo para darse cuenta de que se trataba de un infarto. Yo no tuve tiempo. No sentí nada en los brazos ni en los pulmones. Apenas un piquete, como si me hubiera rozado la punta de un alfiler.
Tal vez usted no pueda comprenderlo, porque claro, nunca se ha muerto; pero dadas las circunstancias se lo voy a confesar: la muerte es un alivio exquisito. No se trata de algo tétrico como lo que muestran las películas, y uno no llega con ganas de espantar a nadie. Al contrario, la primera sensación es la de haberse ganado un premio, como graduarse de algo. Morir es como recibir una jubilación por la que se estuvo trabajando durante toda la vida.
A mi me llegó de improviso. Aunque en realidad, mi defunción repentina no fue más que el colofón de una semana terrible que comenzó la noche del domingo con una curiosa llamada telefónica. Habíamos regresado de San Antonio, a donde llevé a Carmen para que conociera los monumentos, pues en vida yo era de los piensan que cuando uno regresa del extranjero debe tener cientos de fotografías para mostrar, que uno tiene que ser el centro de esas fotografías, y que el viaje ha sido más interesante cuanto más culto uno vuelve del país que ha visitado. Por eso llevé a Carmen hasta San Antonio, para que tuviera las fotografías y algo decente que contar cuando volviera a su casa en California.
Aquella noche llegué a mi departamento a eso de las nueve y media, luego de haberla dejado dormida en su hotel. Esto era lo único que funcionaba con ella: había que montarla con furia hasta que su rostro se encendiera de azul y sus ojos empezaran a cerrarse; solo entonces se daba por satisfecha y lograba conciliar el sueño. Eso lo descubrí después de haberme acostado con ella un par de veces, y yo lo ponía en práctica siempre que necesitaba quitármela de encima, cuando me hartaba de sus interminables conversaciones y sus recuentos de lo ocurrido durante el día. Ella decía que era por mejorar su español, pero a mi me aburrían muchísimo esos ejercicios mnemotécnicos. Nada habría sido peor que desvelarme un domingo oyéndola repetir hasta el infinito la historia de la mitad del mundo.
Estaba pensando en eso mientras me preparaba el último café de la noche. Pensaba en sus ojos negros y su piel cobriza. Pensaba en su cabello azabache cayendo liso sobre sus hombros desnudos. Pensaba en esa sensualidad latina que le heredaron los antepasados, y que en ella se elevaba a una potencia indefinible, como la belleza exótica que era, adherida al corazón de una cultura en la que cada día reinventan al ideal estético –la fantasía de ensueño que disparó en el tercer mundo aquella ola de gimnasios y cirugías, a principios del siglo. La pensaba a ella de cuerpo entero y escuchaba sus preguntas de niña pequeña. “¿Que son lagas?,” decía, alargando un poco el sonido “l”, como si estuviera hablando un idioma de Tolkien. Yo le explicaba que no se lee así, que cuando dos eles van juntas en español el sonido cambia un poco. “no es lagas, es llagas; lla -gas” enfatizaba yo, y entonces ella volvía a leer el último verso del poema esforzándose mucho en la pronunciación: “para poner los dedos en las… yagas,” decía, y yo asentía con la cabeza, divertido.
Usted tendrá que disculpar que ha veces pierda el hilo de la historia. Estos detalles que parecen innecesarios tienen para mí un valor infinito; son mis recuerdos, la única evidencia de que alguna vez tuve una vida, igual que usted. Después de todo, lo único que uno puede llevarse más allá de la tumba son los recuerdos. La memoria es el gran problema de la muerte, como el amor es el problema de la vida.
Yo no amaba a Carmen. Todo lo que conocía en materia de afectos empezaba y terminaba en la que fue mi novia del colegio; un drama de telenovela que acabó matando cualquier asomo de cariño; aquello que pudiera empañar el éxito de lo que luego sería mi vida sexual. Carmen formó parte de esa vida. Incluso pudo haber sido la más importante de todas. Eso fue lo que alcancé a intuir aquella noche mientras pensaba en ella, hasta que me distrajo el timbre del teléfono.
Cuando levanté el auricular, fastidiado por la interrupción, sosteniendo la taza de café con mi mano izquierda, una voz al otro lado de la línea apareció, a la vez suplicante y autoritaria. “Necesito verte, tengo que hablar contigo.” Era una voz femenina; de alguna forma sonaba familiar, aunque no logré reconocerla. No se trataba de Carmen, porque hablaba el español sin ningún acento extranjero. Yo no atiné a decir nada. Nadie dijo nada durante unos diez segundos. “Nos vemos en el Chelsea en quince. Por favor no tardes,” dijo ella por fin, y colgó sin darme tiempo a reaccionar.
Eran casi las diez. Por un momento pude sentir todo el peso del silencio y la soledad del departamento golpeando mi cabeza, con la poca piedad que un domingo agitado es capaz de mostrar a quienes olvidan el uso correcto que se le debe dar a cada día de la semana. Afuera, las bombillas de los postes dudaban entre iluminar por completo o sumir de una vez por todas en la oscuridad al callejón del frente. Algún aparato eléctrico en la cocina empezó a ronronear en un tono agudo que terminó de perfilar al silencio pertinaz.
Hubo un instante muy breve, que medió entre la perplejidad del principio y la tranquilidad cínica con la que me fui a la cama minutos después, en que consideré la idea de salir a la calle para dirigirme al bar. Quería descubrir quién era la dueña de aquella voz misteriosa, segura y tan bien templada que durante los pocos segundos que duró la llamada fue capaz de provocarme una leve erección.
No me mire con esa cara. Detalles como éste son importantes. De otra forma, a usted le sería imposible hacerse una idea de cómo era yo cuando estaba vivo; cómo pensaba y cómo sentía. Ahora todo es distinto. Los placeres mundanos ya no pueden causarme nada, pues una de las ventajas menos publicitadas de la muerte es que ésta se ubica en un territorio que está mucho más allá del placer y el dolor. Por eso no existen cielos ni infiernos, ni demonios, ni dioses, ni nada. La sola idea resulta risible. Y es preferible que las cosas sean así, porque de lo contrario mi destino habría sido el infierno.
No es que haya sido un tipo malo. Al contrario, era lo que la gente de mi tiempo solía llamar “un muchacho ejemplar.” Con apenas veinticuatro años, dos títulos universitarios, una tesis publicada y una carrera en la que empezaba a despuntar como consultor independiente, era mucho más que un buen hijo; el ejemplo de persona con el que mis tíos atormentaron a sus hijos durante años. Pero muy en el fondo, yo no era más que un egoísta y un cretino.
Evalué las posibilidades de la manera más objetiva posible: salvo ciertos antros para gringos desocupados en busca de mujeres fáciles, ningún sitio abría los domingos; así que en principio, la cita tendría lugar en la calle, en medio del frío y la niebla, que a esas horas suele ser bastante densa. Y el asunto, bien mirado, no tenía ningún sentido; ¿quién podía asegurarme que no se trataba de una broma? Me intrigaba, claro, la urgencia con que me habló la mujer, y lo familiar que me resultó su voz, como si perteneciera a una persona con la que alguna vez tuve un contacto permanente. Supongo que ella lo asumió así, y por eso pensó que no le sería necesario identificarse. Nadie entendía que durante las últimas semanas mi mundo se había reducido a Carmen, y todo lo demás había dejado de existir. En fin, yo era un cretino, y la erección no había sido tan fuerte como para obligarme a salir de la cálida comodidad de mi departamento. Terminé de beber el café y me fui a la cama, como de costumbre. No tardé mucho en olvidar aquel incidente.
Tal vez usted no pueda comprenderlo, porque claro, nunca se ha muerto; pero dadas las circunstancias se lo voy a confesar: la muerte es un alivio exquisito. No se trata de algo tétrico como lo que muestran las películas, y uno no llega con ganas de espantar a nadie. Al contrario, la primera sensación es la de haberse ganado un premio, como graduarse de algo. Morir es como recibir una jubilación por la que se estuvo trabajando durante toda la vida.
A mi me llegó de improviso. Aunque en realidad, mi defunción repentina no fue más que el colofón de una semana terrible que comenzó la noche del domingo con una curiosa llamada telefónica. Habíamos regresado de San Antonio, a donde llevé a Carmen para que conociera los monumentos, pues en vida yo era de los piensan que cuando uno regresa del extranjero debe tener cientos de fotografías para mostrar, que uno tiene que ser el centro de esas fotografías, y que el viaje ha sido más interesante cuanto más culto uno vuelve del país que ha visitado. Por eso llevé a Carmen hasta San Antonio, para que tuviera las fotografías y algo decente que contar cuando volviera a su casa en California.
Aquella noche llegué a mi departamento a eso de las nueve y media, luego de haberla dejado dormida en su hotel. Esto era lo único que funcionaba con ella: había que montarla con furia hasta que su rostro se encendiera de azul y sus ojos empezaran a cerrarse; solo entonces se daba por satisfecha y lograba conciliar el sueño. Eso lo descubrí después de haberme acostado con ella un par de veces, y yo lo ponía en práctica siempre que necesitaba quitármela de encima, cuando me hartaba de sus interminables conversaciones y sus recuentos de lo ocurrido durante el día. Ella decía que era por mejorar su español, pero a mi me aburrían muchísimo esos ejercicios mnemotécnicos. Nada habría sido peor que desvelarme un domingo oyéndola repetir hasta el infinito la historia de la mitad del mundo.
Estaba pensando en eso mientras me preparaba el último café de la noche. Pensaba en sus ojos negros y su piel cobriza. Pensaba en su cabello azabache cayendo liso sobre sus hombros desnudos. Pensaba en esa sensualidad latina que le heredaron los antepasados, y que en ella se elevaba a una potencia indefinible, como la belleza exótica que era, adherida al corazón de una cultura en la que cada día reinventan al ideal estético –la fantasía de ensueño que disparó en el tercer mundo aquella ola de gimnasios y cirugías, a principios del siglo. La pensaba a ella de cuerpo entero y escuchaba sus preguntas de niña pequeña. “¿Que son lagas?,” decía, alargando un poco el sonido “l”, como si estuviera hablando un idioma de Tolkien. Yo le explicaba que no se lee así, que cuando dos eles van juntas en español el sonido cambia un poco. “no es lagas, es llagas; lla -gas” enfatizaba yo, y entonces ella volvía a leer el último verso del poema esforzándose mucho en la pronunciación: “para poner los dedos en las… yagas,” decía, y yo asentía con la cabeza, divertido.
Usted tendrá que disculpar que ha veces pierda el hilo de la historia. Estos detalles que parecen innecesarios tienen para mí un valor infinito; son mis recuerdos, la única evidencia de que alguna vez tuve una vida, igual que usted. Después de todo, lo único que uno puede llevarse más allá de la tumba son los recuerdos. La memoria es el gran problema de la muerte, como el amor es el problema de la vida.
Yo no amaba a Carmen. Todo lo que conocía en materia de afectos empezaba y terminaba en la que fue mi novia del colegio; un drama de telenovela que acabó matando cualquier asomo de cariño; aquello que pudiera empañar el éxito de lo que luego sería mi vida sexual. Carmen formó parte de esa vida. Incluso pudo haber sido la más importante de todas. Eso fue lo que alcancé a intuir aquella noche mientras pensaba en ella, hasta que me distrajo el timbre del teléfono.
Cuando levanté el auricular, fastidiado por la interrupción, sosteniendo la taza de café con mi mano izquierda, una voz al otro lado de la línea apareció, a la vez suplicante y autoritaria. “Necesito verte, tengo que hablar contigo.” Era una voz femenina; de alguna forma sonaba familiar, aunque no logré reconocerla. No se trataba de Carmen, porque hablaba el español sin ningún acento extranjero. Yo no atiné a decir nada. Nadie dijo nada durante unos diez segundos. “Nos vemos en el Chelsea en quince. Por favor no tardes,” dijo ella por fin, y colgó sin darme tiempo a reaccionar.
Eran casi las diez. Por un momento pude sentir todo el peso del silencio y la soledad del departamento golpeando mi cabeza, con la poca piedad que un domingo agitado es capaz de mostrar a quienes olvidan el uso correcto que se le debe dar a cada día de la semana. Afuera, las bombillas de los postes dudaban entre iluminar por completo o sumir de una vez por todas en la oscuridad al callejón del frente. Algún aparato eléctrico en la cocina empezó a ronronear en un tono agudo que terminó de perfilar al silencio pertinaz.
Hubo un instante muy breve, que medió entre la perplejidad del principio y la tranquilidad cínica con la que me fui a la cama minutos después, en que consideré la idea de salir a la calle para dirigirme al bar. Quería descubrir quién era la dueña de aquella voz misteriosa, segura y tan bien templada que durante los pocos segundos que duró la llamada fue capaz de provocarme una leve erección.
No me mire con esa cara. Detalles como éste son importantes. De otra forma, a usted le sería imposible hacerse una idea de cómo era yo cuando estaba vivo; cómo pensaba y cómo sentía. Ahora todo es distinto. Los placeres mundanos ya no pueden causarme nada, pues una de las ventajas menos publicitadas de la muerte es que ésta se ubica en un territorio que está mucho más allá del placer y el dolor. Por eso no existen cielos ni infiernos, ni demonios, ni dioses, ni nada. La sola idea resulta risible. Y es preferible que las cosas sean así, porque de lo contrario mi destino habría sido el infierno.
No es que haya sido un tipo malo. Al contrario, era lo que la gente de mi tiempo solía llamar “un muchacho ejemplar.” Con apenas veinticuatro años, dos títulos universitarios, una tesis publicada y una carrera en la que empezaba a despuntar como consultor independiente, era mucho más que un buen hijo; el ejemplo de persona con el que mis tíos atormentaron a sus hijos durante años. Pero muy en el fondo, yo no era más que un egoísta y un cretino.
Evalué las posibilidades de la manera más objetiva posible: salvo ciertos antros para gringos desocupados en busca de mujeres fáciles, ningún sitio abría los domingos; así que en principio, la cita tendría lugar en la calle, en medio del frío y la niebla, que a esas horas suele ser bastante densa. Y el asunto, bien mirado, no tenía ningún sentido; ¿quién podía asegurarme que no se trataba de una broma? Me intrigaba, claro, la urgencia con que me habló la mujer, y lo familiar que me resultó su voz, como si perteneciera a una persona con la que alguna vez tuve un contacto permanente. Supongo que ella lo asumió así, y por eso pensó que no le sería necesario identificarse. Nadie entendía que durante las últimas semanas mi mundo se había reducido a Carmen, y todo lo demás había dejado de existir. En fin, yo era un cretino, y la erección no había sido tan fuerte como para obligarme a salir de la cálida comodidad de mi departamento. Terminé de beber el café y me fui a la cama, como de costumbre. No tardé mucho en olvidar aquel incidente.
Continuará...
Comentarios