Con frecuencia me pregunto cómo habrían resultado las cosas de haber salido aquella noche. Claro que a estas alturas nada sería muy distinto. Usted sabe tanto como yo que el tiempo no se detiene nunca, aunque a veces nos gustaría pensar lo contrario. Tarde o temprano habría muerto, y quizá la única diferencia sensible sería la cantidad de recuerdos con los que debo lidiar a diario. Recuerdos de una esposa y de la familia que nunca llegué a tener; recuerdos de aquel viaje a París que tenía proyectado para estudiar una maestría en lenguas; recuerdos del entierro de mi padre, mi madre desconsolada en los brazos de mi hermana, y su posterior internado en un hospital psiquiátrico; en fin, todas esas imágenes que nunca llegaron a mi memoria, como la de aquel hijo mayor que me habría desquiciado con la necedad de convertirse en pintor, y la de aquella niña de rizos oscuros que habría cuidado de mí durante los últimos días.
Ocurre a menudo, durante esta muerte tan larga, que los recuerdos se me agotan. Veinticuatro años no alcanzan a poblar una dimensión tan grande como ésta, donde la soledad resulta más pesada, por aquello de la gravedad. Entonces me entretengo inventando historias; imaginando cómo habrían resultado las cosas si hubiera atendido al ruego de aquella voz que apareció en el teléfono en el último domingo de mi vida. Luego, cuando incluso éste recurso resulta insuficiente, la lógica del ser humano que fui se apodera de todo, y pienso que en realidad no había más opciones, que la llamada que contesté aquella noche no tuvo nada que ver con lo que pasó después, que en realidad se trataba de algún tipo de broma adolescente y que el resto no fue más que una curiosa sucesión de coincidencias que de todas formas me habrían llevado a ese final, previsto para las cinco de la tarde de aquel infausto viernes de agosto.
Entre todos los sucesos que marcaron aquella semana funesta, talvez el más significativo haya sido el puñetazo que le di a mi padre en la mitad del rostro. Fue un golpe seco y pesado, que llegó cargado con toda la rabia del mundo, y también algo de decepción. Pero esto sucedió al final, y no creo que sea necesario apresurarse. Después de todo, ambos disponemos de tiempo para desarrollar la historia completa; así talvez usted pueda comprender mis razones, si es que tal cosa existe y no es el destino el que en verdad determina el curso de la acción humana.
Ocurre a menudo, durante esta muerte tan larga, que los recuerdos se me agotan. Veinticuatro años no alcanzan a poblar una dimensión tan grande como ésta, donde la soledad resulta más pesada, por aquello de la gravedad. Entonces me entretengo inventando historias; imaginando cómo habrían resultado las cosas si hubiera atendido al ruego de aquella voz que apareció en el teléfono en el último domingo de mi vida. Luego, cuando incluso éste recurso resulta insuficiente, la lógica del ser humano que fui se apodera de todo, y pienso que en realidad no había más opciones, que la llamada que contesté aquella noche no tuvo nada que ver con lo que pasó después, que en realidad se trataba de algún tipo de broma adolescente y que el resto no fue más que una curiosa sucesión de coincidencias que de todas formas me habrían llevado a ese final, previsto para las cinco de la tarde de aquel infausto viernes de agosto.
Entre todos los sucesos que marcaron aquella semana funesta, talvez el más significativo haya sido el puñetazo que le di a mi padre en la mitad del rostro. Fue un golpe seco y pesado, que llegó cargado con toda la rabia del mundo, y también algo de decepción. Pero esto sucedió al final, y no creo que sea necesario apresurarse. Después de todo, ambos disponemos de tiempo para desarrollar la historia completa; así talvez usted pueda comprender mis razones, si es que tal cosa existe y no es el destino el que en verdad determina el curso de la acción humana.
Continuará...
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