El teléfono volvió a sonar el lunes por la mañana. Esta vez era mi padre para recordarme la entrevista con su socio, un tal señor Jiménez que necesitaba de mi experiencia en marketing para lanzar su candidatura a la gobernación. “No se te ocurra llegar tarde”, alcancé a escuchar a través de la cortina de sueño, que aún no se disipaba del todo; “es muy importante que nos vaya bien en las elecciones”.
Así fue como lo dijo: “…que nos vaya bien en las elecciones”. En ese momento no alcancé a intuir el verdadero significado de aquella frase. Todavía estaba medio dormido y ni siquiera percibí la sutileza con que mi padre se había incluido en ella, como si los resultados de la contienda política le afectaran a él, tanto como a su socio, de quien, por cierto, jamás había tenido noticia.
La primera vez que le escuché hablar del tal Jiménez había sido el sábado, durante el almuerzo, al que me invitó “para conversar de algunas cosas importantes”. Esto era algo que no sucedía con frecuencia. Desde que mis padres se separaron, cuando yo era todavía un adolescente, mis encuentros con él habían sido más bien escasos. Una o dos veces por semana, y nunca más de media hora. Cada episodio se desarrollaba de manera mecánica, como si se tratara del capítulo de algún seriado de televisión cuyo libreto se repite siempre de la misma forma, cada vez en circunstancias diferentes. El objeto principal de aquellas reuniones era de índole económico. Todas las semanas él nos entregaba a mi hermana y a mí una suma de dinero que debía cubrir nuestras necesidades de manutención hasta la semana siguiente. Era una rutina que empezó sin ningún preámbulo poco tiempo después del divorcio, y que permaneció invariable durante años, hasta que me hube graduado en la universidad y decidí abandonar la casa de mi madre. Entonces empezamos a vernos cada vez menos, hasta que nuestra relación acabó por desvanecerse, como se desvanecen los inviernos bajo el silencio de una suave noche veraniega.
Nunca tuve una idea muy clara acerca de sus negocios. Sabía que manejaba una pequeña empresa de textiles desde que yo tenía cinco años, y lo había ido a visitar por lo menos unas diez veces a la oficina de gerente que tenía en un edificio del centro; uno de los sectores menos apropiados para los negocios en aquella ciudad de los años noventa, aunque todo parecía marcharle de maravilla. Pero el cambio de siglo llegó con la crisis, y como sucedió con varios empresarios pequeños, mi padre tuvo que diversificar sus operaciones para no quebrar. Por lo que sabía, la estrategia le resultó bien, pero no conocía ningún detalle. Aquel sábado, durante el almuerzo, supe que hacía varios años se había asociado con Jiménez en unos asuntos de importación de no se qué productos para hombres, pero no ahondamos en el tema.
El recuerdo de aquella reunión con mi padre aparecía colmado de sensaciones, a medida que el vapor aromatizado que salía de la cafetera se iba poblando de una dulce acidez que aletargaba el tiempo en mi departamento, y despejaba suave mis pensamientos matutinos. Había sido un almuerzo entretenido, durante el cual ninguno de los dos cometió el error de preguntar tonterías acerca del otro, pues si algo habíamos aprendido después de tantos años de encuentros incómodos era que la vida corre demasiado a prisa como para perderla averiguando pasados que nunca compartimos. Hoy sería diferente, por supuesto. La muerte pasa con una lentitud pasmosa, y dura más; no tiene sentido apresurarse a construir un futuro de certezas a estas alturas, cuando lo más incierto, después de tanto tiempo, es el pasado; todo aquello que se confunde en el oscuro rincón de esta conciencia inerte, y que nadie sabe si alguna vez fue realidad, si en verdad pasó la vida por nosotros, o si no fue más que un sueño o una ficción que nos inventamos para no aburrirnos sabiendo que lo más grave de todo es que ya ni siquiera volveremos a tener el alivio de morirnos de eso.
Me tomé el café sin azúcar para aplacar al recuerdo con un poco de violencia, como solía hacer siempre que me empezaban las nostalgias. Después de una ducha breve me vestí lo menos informal que pude, evitando como siempre la presencia de una corbata, y marqué al hotel para saludar a Carmen, pero en la recepción me informaron que acababa de salir, supongo que a desayunar en la zona. Luego pedí un taxi y salí a esperarlo.
Así fue como lo dijo: “…que nos vaya bien en las elecciones”. En ese momento no alcancé a intuir el verdadero significado de aquella frase. Todavía estaba medio dormido y ni siquiera percibí la sutileza con que mi padre se había incluido en ella, como si los resultados de la contienda política le afectaran a él, tanto como a su socio, de quien, por cierto, jamás había tenido noticia.
La primera vez que le escuché hablar del tal Jiménez había sido el sábado, durante el almuerzo, al que me invitó “para conversar de algunas cosas importantes”. Esto era algo que no sucedía con frecuencia. Desde que mis padres se separaron, cuando yo era todavía un adolescente, mis encuentros con él habían sido más bien escasos. Una o dos veces por semana, y nunca más de media hora. Cada episodio se desarrollaba de manera mecánica, como si se tratara del capítulo de algún seriado de televisión cuyo libreto se repite siempre de la misma forma, cada vez en circunstancias diferentes. El objeto principal de aquellas reuniones era de índole económico. Todas las semanas él nos entregaba a mi hermana y a mí una suma de dinero que debía cubrir nuestras necesidades de manutención hasta la semana siguiente. Era una rutina que empezó sin ningún preámbulo poco tiempo después del divorcio, y que permaneció invariable durante años, hasta que me hube graduado en la universidad y decidí abandonar la casa de mi madre. Entonces empezamos a vernos cada vez menos, hasta que nuestra relación acabó por desvanecerse, como se desvanecen los inviernos bajo el silencio de una suave noche veraniega.
Nunca tuve una idea muy clara acerca de sus negocios. Sabía que manejaba una pequeña empresa de textiles desde que yo tenía cinco años, y lo había ido a visitar por lo menos unas diez veces a la oficina de gerente que tenía en un edificio del centro; uno de los sectores menos apropiados para los negocios en aquella ciudad de los años noventa, aunque todo parecía marcharle de maravilla. Pero el cambio de siglo llegó con la crisis, y como sucedió con varios empresarios pequeños, mi padre tuvo que diversificar sus operaciones para no quebrar. Por lo que sabía, la estrategia le resultó bien, pero no conocía ningún detalle. Aquel sábado, durante el almuerzo, supe que hacía varios años se había asociado con Jiménez en unos asuntos de importación de no se qué productos para hombres, pero no ahondamos en el tema.
El recuerdo de aquella reunión con mi padre aparecía colmado de sensaciones, a medida que el vapor aromatizado que salía de la cafetera se iba poblando de una dulce acidez que aletargaba el tiempo en mi departamento, y despejaba suave mis pensamientos matutinos. Había sido un almuerzo entretenido, durante el cual ninguno de los dos cometió el error de preguntar tonterías acerca del otro, pues si algo habíamos aprendido después de tantos años de encuentros incómodos era que la vida corre demasiado a prisa como para perderla averiguando pasados que nunca compartimos. Hoy sería diferente, por supuesto. La muerte pasa con una lentitud pasmosa, y dura más; no tiene sentido apresurarse a construir un futuro de certezas a estas alturas, cuando lo más incierto, después de tanto tiempo, es el pasado; todo aquello que se confunde en el oscuro rincón de esta conciencia inerte, y que nadie sabe si alguna vez fue realidad, si en verdad pasó la vida por nosotros, o si no fue más que un sueño o una ficción que nos inventamos para no aburrirnos sabiendo que lo más grave de todo es que ya ni siquiera volveremos a tener el alivio de morirnos de eso.
Me tomé el café sin azúcar para aplacar al recuerdo con un poco de violencia, como solía hacer siempre que me empezaban las nostalgias. Después de una ducha breve me vestí lo menos informal que pude, evitando como siempre la presencia de una corbata, y marqué al hotel para saludar a Carmen, pero en la recepción me informaron que acababa de salir, supongo que a desayunar en la zona. Luego pedí un taxi y salí a esperarlo.
continuará...
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