El día de ayer comenzó, en realidad, una tarde de agosto hace 16 años.
No había pasado mucho tiempo desde que llegamos a Quito, perseguidos por los recuerdos recientes de otras vidas que también fueron nuestras, y que ahora flotaban en el mar atemporal de la nostalgia sobre una metrópoli lejana en el cono sur. Apenas comenzábamos a acostumbrarnos a las cosas y a las gentes nuevas, pero a mí, que entonces andaba por los once años, me inquietaba la idea de formar un grupo de música con los muchachos de nuestro nuevo barrio, que era el mismo al que había llegado el general Eloy Alfaro a principios del siglo XX para inaugurar su legendaria estación del tren.
Era 1994. El mundo, recién conmocionado por la muerte de Kurt Cobain, no lograba imaginar los alcances que llegaría a tener un experimento que el grupo colombiano “La Provincia”, liderado por el samario Carlos Vives, acababa de lanzar a las radios de todo el continente, y que nosotros escuchábamos con una emoción anclada en el recuerdo feliz de otros lugares y otros tiempos. La fórmula, como la de todas las ideas geniales, era simple: mezclaron la sonoridad y la instrumentación eléctrica propias del rock & roll con los sonidos vernáculos de su folclor de origen que por acá, de manera genérica, se conoce como vallenato.
Para nosotros, que crecimos en un pequeño poblado del sur colombiano, nadando entre los acetatos de larga duración de Diomedes Díaz y El Binomio de Oro, y que sobrevivimos a la soledad y al desarraigo de nuestro primer exilio en Santiago de Chile gracias a los versos del maestro Escalona, y gracias a la hipnótica voz de barítono con que Rafael Orozco cantaba en los casetes de sesenta minutos que nos llegaban envueltos en la correspondencia familiar; aquello fue un descubrimiento que nos conmovió el alma, y nos dejó sembrada la semilla de toda la música que habrá de acompañarnos por el resto de nuestras vidas.
De modo que aquella tarde de agosto en el vecindario, sentados en las gradas del patio central, jugábamos con la ilusión de hacer vallenato como Carlos Vives. Los únicos instrumentos certificados con que contábamos eran una guitarra de artesano que me había regalado mi abuelo, y que yo tocaba desde los siete años, y una pequeña armónica con la que en vano pretendíamos igualar las líneas del acordeón magistral de Egidio Cuadrado. Nos ayudábamos con una grabadora vieja, a la que obligábamos a repetir una y otra vez los estribillos de “Matilde Lina” queriendo atraparla al vuelo hasta en sus detalles más nimios; y al menor de nuestros vecinos le habíamos encargado la misión angustiosa de emular al baterista Einar Escaf, para lo cual le entregamos dos latas vacías de durazno en almíbar y dos lápices de madera con qué golpearlas.
No recuerdo con exactitud cuál era la función de mi hermano Andrés dentro de aquel tropel de músicos improvisados, aunque todavía puedo verlo sentado a mi lado izquierdo -sus ojos negros y enormes, cargados con el inagotable destello de una curiosidad abismal- y se que nunca olvidaré el momento en que, desairado por la torpeza de aquel vecino nuestro, decidió quitarle los lápices de colores para hacer una demostración práctica de cómo debería sonar un tresillo de negra, que el otro no lograba encajar por ninguna parte. Aquel día, sin saberlo, asisití al nacimiento de una carrera brillante.
Años más tarde, ya universitario, yo me había dado a la tarea de formar mi primera banda de rock. Indagando por todos lados llegé a tener una alineación bastante completa a la que, sin embargo, siempre le hacía falta un baterista solvente. Fue cuando, sin pensarlo mucho, le propuse a mi hermano que se nos una, a cambio de ayudarle a conseguir su primera batería y un buen maestro que le enseñara a usarla.
La semana pasada, Andrés me acompañó en el primero de una serie de conciertos con los que pretendemos recorrer la ciudad a través de sus bares nocturnos. El repertorio, compuesto en su mayoría por melodías inéditas, incluye dos cantos de Rafael Escalona en cuyos arreglos hemos intervenido para poder jugar con una idea más cercana a la del jazz fusión. A uno de ellos, “El pirata de Loperena”, lo despojamos de su convencional esencia de Paseo para convertirlo en un insólito vallenato en 3/4, que alcanza su clímax casi al final, cuando la batería cierra el tema a través de una magnífica improvisación que se extiende durante varios compases. Un épico solo de tambores y platillos que en nuestro último concierto fue capaz de envolver a todo el auditorio, para elevarlo hasta un cielo de luna plena y bajarlo de nuevo con la suavidad de un aterrizaje perfecto sobre un creciente silencio de algodón y suspiros.
El mismo día del concierto, por la mañana, mi hermano tuvo que presentar su audición final por un cupo en el programa “Los emisarios del jazz”, que cada año auspicia la embajada de los Estados Unidos en Ecuador. Los ganadores, una selección que reúne a los mejores intérpretes ecuatorianos del género, participarán de varias actividades de exposición y entrenamiento durante dos semanas en el país de Charlie Parker y Thelonius Monk, de entre las cuales no será la menos importante el concierto del jueves 22 de julio, que ofrecerán en el Kennedy Center, en la misma capital desde la que gobierna el presidente Barak Obama.
Antes de su audición, mi hermano había dormido mal por causa de nuestro último ensayo; y después de haber escuchado a su rival en acción le parecía poco probable ser elegido como ganador. Yo en cambio no tenía ninguna duda. Había conocido de su natural predisposición al triunfo el día en que lo vi tocar sobre unas latas de miel de durazno, y la vida me había concedido la irónica dicha de confirmar el augurio la noche del concierto, al final de un canto sencillo del maestro Rafael Escalona.
Por eso ayer, cuando el teléfono trajo el recado que lo confirmaba ganador, no hubo mayores sorpresas, fuera de la dicha legítima del orgullo fraterno. Porque en realidad, el día de ayer comenzó aquella tarde de agosto, hace 16 años.
Quito, 4 de mayo de 2010
Comentarios
Mis papis tambien leyeron este articulo y se sienten muy emocionados y felices de verlos triunfar. Te mandamos un abrazo de parte de toda nuestra familia.