Por Javier López Narváez
A E. Torres
"Ni una página en blanco más..."
MANOLO GARCÍA - PÁJAROS DE BARRO
I
El bebé ha
dejado de llorar. Ahora solo abre la boca y mueve los brazos mientras la
enfermera lo separa de la adolescente, que yace agotada sobre la cama del
hospital. Ella lo mira con un gesto que no deja ver emoción alguna. En sus ojos
no hay alegría, pero tampoco rechazo; como si debajo de aquella expresión de
piedra no hubiera más que resignación; la sorda resignación de una madre de
diecisiete años.
El doctor Moya
me da las gracias mientras se quita los guantes, de espaldas. “Ya te puedes ir
a descansar”, me dice. No contesto nada. Miro a la enfermera que se aleja con
el niño en los brazos. Tiene un cuerpo esbelto y muy bien formado; el mandil le
cubre los muslos apenas unos cuantos centímetros más abajo del borde de la
falda. Sus caderas me llevan a recordar las historias que Gabriel solía
contarnos durante las clases de anatomía. “Todas las enfermeras son unas
putas”, decía, y sin más preámbulo nos relataba sus aventuras sexuales,
logrando capturar nuestra atención con mayor intensidad que el doctor Samaniego
y su interminable listado de huesos humanos. Nunca le creí una palabra, pero me
agradaba escuchar los relatos de Gabriel por la manera que tenía para decir las
cosas. “Todas las enfermeras son unas putas”, con acento en la “p” y un ademán
con la mano derecha para dar énfasis a la frase.
La enfermera
camina con un sutil contoneo que gana en sensualidad, pese a las zapatillas
planas que la obligan a usar aquí. Desearía que Gabriel tuviera la razón. Me
gustaría seguir a la enfermera hasta la sala de maternidad, arrancarle el
mandil, levantar su falda y penetrarla con violencia una vez que haya
depositado al niño en la cuna. Me imagino la escena como una película de Rocco
Siffredi; una enfermera teniendo sexo con un interno frente a media docena de
recién nacidos. No puedo evitar una sonrisa de ironía. “Me gustaría que las
enfermeras fueran unas putas”, pienso.
Se que no lo
voy a hacer. A pesar de todos mis alardes, se que no tengo los arrestos
necesarios para protagonizar ninguno de los relatos de Gabriel; mucho menos una
película de Rocco Siffredi. Después de todo, no soy tan malo ni tan denso como
dice Magdalena. Incluso los peores muchachos tenemos nuestros límites. Lo que
pasa es que este alumbramiento de que fui testigo me dejó un poco susceptible,
y necesito descargar con algo para no volver a entrar en crisis. La ansiedad ha
vuelto a poblarme, y aunque entiendo que la resaca que llevo encima también
tiene algo que ver con que mis emociones estén inflamadas, no creo que me vaya
a dormir después de que salga del hospital.
El doctor Moya se dio cuenta de mi estado desde
que llegué por la mañana, por eso me dijo que podía irme después del mediodía.
“Ayúdame hasta las doce para que te vayas a descansar”, dijo, sin necesidad de
que le contara que anoche no dormí más de dos horas por haberme ido de tragos
con la gente de la universidad.
Ahora me dirijo
hacia el lavabo para quitarme los guantes y asearme un poco. Mientras cruzo la
sala de partos puedo ver a los padres de la adolescente sentados del otro lado
de las ventanas. Se trata de una señora de unos treinta y cinco años y un
hombre un poco mayor que ella, ambos vestidos de manera muy informal. Parecen
gente humilde. Un niño de unos diez años camina a trancos con los brazos en la
cintura. “Debe ser el tío del bebé”, pienso. No hay nadie más con ellos.
Siento que
necesito salir de aquí lo antes posible. Cierro los ojos. El olor del hospital
me sofoca dejando un rastro opaco y dulzón en mis fosas nasales. Por eso, en lugar
de lavarme la cara con las dos manos, introduzco mi cabeza de lleno en el agua,
que fluye con el mismo vértigo con el que han estado sucediendo las cosas desde
que Magdalena decidió que no quería formar una familia conmigo, hoy hace nueve
meses.
Esa es la razón
por la que ayer decidí emborracharme. En los siete años que llevo estudiando
medicina, jamás se me había ocurrido socializar con ninguno de mis compañeros
más de lo necesario. Para mí siempre estuvo primero el futuro; aquella idea
borrosa que tenía del éxito atada con un lazo inevitable a la disciplina y a la
excelencia académica. Mi vida se parece mucho a una vieja caja de zapatos en la
que se han guardado objetos muy bonitos, los remanentes de cada triunfo pasado;
idílicas fotografías que no retratan lo que fue sino lo que la gente dice que
fue, adornadas con mi sonrisa perpetua y cubiertas por una pátina de dorada
nostalgia. La caja ha estado guardada bajo la cama durante años, y aunque yo
tenía reservado un espacio muy grande en el que acomodaría a Magdalena junto a
mi diploma de médico especialista; las cucarachas, el polvo y el tiempo han
tomado posesión de ella, de modo que ya no queda sitio para nada más. Mi vieja
caja de zapatos ha entrado en proceso de descomposición. Anoche estuve bebiendo
con las cucarachas.
II
El tufo del
aguardiente me llega mezclado con el aroma de cuero de la tapicería en cuanto
abro la puerta del carro. Aspiro con fuerza el aire viciado para borrar la
sensación de hospital que llevo pegada a los poros. En el suelo, debajo del
asiento del copiloto, la última botella de Blanco del Valle reposa abierta
sobre una pequeña laguna de licor. Las colillas están desperdigadas sobre las
moquetas, y cientos de migas de pan descansan al rededor de la gran mancha de
salsa de tomate que desde ayer adorna al asiento trasero. No tengo idea de a
cuántas personas he subido aquí en las últimas veinticuatro horas.
Primero
enciendo el motor y luego el mp3. Manolo García canta Pájaros de Barro a partir
de la misma frase en que se quedó esta mañana, cuando llegué al hospital (siento
el asombro de un transeúnte solitario...). Tengo la sensación de que nadie
me podría comprender mejor que Manolo García. Se que de alguna forma, cada uno
de los momentos relevantes de mi vida podrían estar contenidos en una frase, en
la letra o en el título de alguna de sus canciones (...ya no subo la cuesta
que me lleva a tu casa…). Quizá es
por eso que mientras lo escucho, el rostro de Magadalena aparece nítido en mi
cabeza (...ya no duerme mi perro junto a tu candela...). Entonces
comprendo que aquello que me atrajo de ella, además de sus ojos grandes como
dos avellanas, fue el hecho de que también conociera la música del catalán (...en los vértices del tiempo anidan los
sentimientos...); un gusto bastante peculiar para una veinteañera como
ella, que siempre ha vivido atrapada en medio de este insufrible sopor andino
(...hoy son pájaros de barro que quieren
volar).
De hecho, el
día en que todo comenzó a resquebrajarse estábamos escuchando este mismo disco.
Era viernes, y el verano comenzaba a insinuarse en los pastizales amarillentos
y en las cumbres resecas de los nevados. Yo había conducido hasta la escuela de
gastronomía para recoger a Magdalena y llevarla al centro de salud. Ella
apareció en la puerta del edificio junto a dos de sus amigas cuando aún
faltaban cinco minutos para las diez de la mañana. Llevaba el cabello suelto y
una falda de color marrón que le llegaba hasta las rodillas. Se veía muy
hermosa aquel día. Recuerdo que el sol le daba directo en el rostro haciendo
que resalten sus rasgos finos y su piel dorada. Me quedé mirándola desde el
carro, dejando que me invadiera aquella sensación de orgullo que siempre me
llenaba de seguridad. “Me estoy cogiendo a la más bella de todas”, pensé en voz
alta mientras hacía sonar la bocina con fuerza.
Cuando me vio
estacionado al otro lado de la calle me saludó sacudiendo su mano derecha,
exhibiendo una sonrisa enorme y perfecta. Todo esto lo tengo muy presente.
Incluso, si me esforzara lo suficiente, podría decir con exactitud el número de
líneas oblicuas que le adornaban la blusa beige por debajo de los senos. Por
eso se que su sonrisa de aquella mañana era perfecta; la última sonrisa enorme
y perfecta que me dedicó en la vida. Luego se despidió de sus amigas y cruzó la
calle.
“¿Amor, a dónde
vamos?”, me preguntó en cuanto arranqué el auto rumbo al sur. Pude sentir sus
ojos fijos sobre mi rostro, abiertos, como dos redondas avellanas, grandes y
brillantes. Hizo ademán de atraparme, extendiendo sus brazos hacia mi cuello,
pero la detuve con un gesto de mi mano. “Tenemos una cita para que te hagan los
exámenes” dije, sin dejar de mirar el camino a través del parabrisas. De golpe
noté cómo se le oscurecía el rostro al escucharme. Giró su cabeza a la derecha
y se quedó mirando por la ventana sin decir nada el resto del camino. Entonces
encendí el mp3 y puse a sonar el disco de Manolo, Arena en los Bolsillos, en
reproducción aleatoria. La canción que rompió el silencio fue La sombra de una
Palmera. Magdalena comenzó a tararear en voz baja.
III
Las cosas
sucedieron así: Gabriel me pidió que lo acompañara a una fiesta. Él tenía esa
costumbre. Solía invitarme a sus fiestas para que lo llevara en el carro, y así
ahorrarse el dinero de los taxis. Por entonces, Gabriel salía con una
estudiante de enfermería llamada Vanesa; una muchacha de estatura mediana, ojos
cafés y cabello castaño. Vanesa era una persona agradable, y a decir verdad
bastante ingenua, pues Gabriel no perdía la oportunidad de coquetearle a
cualquiera de sus amigas cuando se encontraban a solas, e incluso, entre
nosotros, alardeaba de haberse ido a la cama con todas ellas. Este fue el
argumento que utilizó para arrastrarme a la fiesta: “Todas las enfermeras son
unas putas.”
Aquella noche
todo se llevó a cabo en una casa, más bien pequeña, al norte de la ciudad. En
efecto, estuvieron presentes varias de las compañeras de Vanesa, pero no se
trataba de una reunión de enfermería, sino del cumpleaños de una prima suya que
hacía poco había comenzado sus estudios universitarios. Así fue como conocí a
Magdalena.
Solíamos
reírnos de esto cada vez que lo recordábamos, pues nos parecía muy gracioso que
nuestros aniversarios coincidieran con el cumpleaños de ella. “Te hiciste mayor
de edad al conocerme”, le decía mientras acariciaba su vientre desnudo,
recostados ambos sobre las colchas descosidas de cualquier cama en cualquier
motel de la ciudad. Ella se reía con inocencia calculada, y luego me miraba
directo al rostro, indescifrable y oscura, y le brillaban los ojos antes de
gritarme que no. “Tú me convertiste en adulta”, replicaba. Luego tiraba de mi
brazo para atraerme a sus labios, y susurraba cosas como que yo había sido su
mejor regalo, y terminaba de morder mi cuello para continuar con nuestro coito
de siempre, que había comenzado poco tiempo después de la noche de sus
dieciocho años, y que continuó frenético durante los tres años siguientes en
las locaciones más variadas, incluidos baños de restaurante, parques nocturnos
y la morgue de mi facultad.
No es que
hubiéramos comenzado nuestra relación durante aquella fiesta, pues me había
costado unos cuantos almuerzos y una tarde de cine lograr que bajara sus
defensas y me dejara besarla por primera vez. Pero habíamos declarado la fecha
oficial como una forma de construir nuestra relación sobre los cimientos
míticos de una casualidad cósmica, a la manera de las antiguas civilizaciones.
Haciendo pájaros de barro para echarlos a volar.
IV
Ahora siento un
deseo incontenible de hablar con ella. Llego a la esquina y viro a la
izquierda, enfilando el auto hacia el restaurante en el que trabaja por las
tardes. El tráfico me resulta insoportable. Estoy atrapado en una hilera
infinita de vehículos que parecen dirigirse a ningún lado, como si los carros,
los buses y la gente, y hasta el parque y el bulto de casas apiñadas a la
izquierda, no fueran más que los elementos de una antigua fotografía. Estoy
atrapado dentro de una fotografía. El sepia cae sobre nosotros y nos difumina
sobre un fondo andino.
Todavía no se
lo que le voy a decir. La última vez que hablamos, Magdalena se encargó de
dejarlo todo muy claro. “No te quiero” dijo, y ese fue el momento de la ruptura
definitiva. Jamás creí que llegaría a decirlo de esa manera, mirándome de
frente y sin ninguna expresión de dolor en el rostro. Lo que vino después fue
el declive, los sentimientos destrozados, las emociones expuestas como estatuas
de Von Hagens, la exploración en los excesos que me llevó a
la inconsciencia de anoche, y el extraño momento de lucidez que tuve esta
mañana en el hospital, mientras atendíamos el parto, cuando me di cuenta de que
aquellas tres palabras no fueron más que la desembocadura natural de un río que
había comenzado a correr entre nosotros el día que la llevé al centro de salud,
para confirmar que estaba embarazada.
No era la
primera vez que Magdalena tenía un retraso. Ambos estábamos acostumbrados a esa
clase de acontecimientos porque su ciclo era bastante irregular, así que se
sorprendió mucho cuando le pedí que se realizara los exámenes. Al fin y al cabo
era yo quien conseguía los anticonceptivos en el hospital y se los inyectaba
cada tres meses. A veces incluso redoblaba la seguridad utilizando
profilácticos de látex.
Al principio no
me tomó en serio. Luego, cuando se lo volví a insinuar, aquello se convirtió en
una de las peleas más grandes que habíamos tenido hasta entonces. “¡No confías
en mí!”, gritaba, “¡piensas que te engaño, y que no me protejo!”. Sus palabras
no tenían sentido, por supuesto. Jamás he sabido de inyecciones que fueran
selectivas. Comprendí que debía
dar el asunto por terminado; ya llegaría el momento de abordar el tema de una
manera menos traumática. No habíamos tenido antes una discusión tan fuerte, y
no pensé que un examen de rutina podría desatar un conflicto con el que
finalizarían tres años de una cordialidad romántica, que incluso llegó a lindar
con la cursilería.
Aquel viernes
la fui a buscar sin anticiparle nada, así que estaba preparado para una
reacción mucho más vehemente de lo que fue en realidad. Había imaginado que se
repetirían los gritos y las lágrimas de la vez anterior. Incluso estaba listo
para golpearla de ser necesario. Tenerla sentada junto a mí, dejándose conducir
con docilidad mientras tarareaba una canción de Manolo García resultó ser una
sorpresa poco agradable, pues en el fondo sabía que aquello era un arma de
doble filo. No me dirigió la palabra durante todo el trayecto. Pensé que
esperaba para demostrar mi error; tener en sus manos la prueba definitiva de su
fidelidad para después volver a escupirme en el rostro aquello de mi culpa y mi
desconfianza. Ahora se, porque al fin me resulta obvio, que ella sí estuvo
consciente de su embarazo.
V
Magdalena
trabaja en un sitio muy elegante. Un negro vestido con un ridículo uniforme
granate me recibe en la puerta de entrada y se ofrece a estacionarme el carro.
Le entrego las llaves y un billete de cinco dólares. Adentro huele a
desinfectante de pino. Noto que algunas personas me miran con curiosidad. “Debo
estar hecho un desastre”, pienso. Al otro extremo del salón hay una puerta con
un gran letrero de advertencia: “solo personal autorizado”. No voy hacia allá.
No voy a ningún lado. Estoy parado a quince pasos de la puerta de entrada,
petrificado como el gran bobo que soy en realidad.
Imagino algunos
escenarios posibles. En uno de ellos camino hacia la puerta y veo a Magdalena
entregada en los brazos de cualquier mesero. En otro, la veo haciéndome un gran
escándalo hasta que consigue que nos echen del lugar. Luego aparece el mesero y
me rompe la cara. En el tercero omite el escándalo y me manda a sacar con el
negro que se llevó mi automóvil. Hay otros, y en todos termino muy mal parado.
En lugar de
buscarla me dirijo al sector del bar. Pido un shot de tequila, y mientras me lo
sirven garabateo sobre una servilleta usada. Mi mente se desplaza en forma
aleatoria de un sitio a otro, repasando episodios aislados de mis momentos con
Magdalena. Ahora recuerdo que alguna vez lloré por ella, mientras la rocola que
traigo incrustada en el lóbulo temporal continúa cantando con la voz de Manolo
García.
Magdalena
sufrió una fuerte infección en el útero y tuvo que ser internada en el
hospital. Esto sucedió pocos días después de que me obligara a interrumpir su
embarazo. En realidad no fui yo quien le practicó la operación, pero convencí
al doctor Moya para que lo hiciera. Y fue mi dinero el que pagó la clínica.
Cuando salió de allí me demostró una ternura poco habitual. Pasamos la noche en
mi casa, ella abrazada a mi cuerpo en busca de una protección silente; sin
atreverse a mirarme el rostro, aunque dejando clara su actitud carente de
remordimientos. Dormimos. A la mañana siguiente rompió conmigo.
Una semana
después me llamaron del hospital, luego de que Magdalena saliera de allí. Al
parecer, sufría de una Infección al momento en que le practicaron el aborto.
Las complicaciones después de aquello pudieron haberla llevado a la muerte. No
había querido verme. El doctor Moya me llamó para advertirme sobre aquel
asunto. “Deberías hacerte los análisis”, me dijo en un tono sombrío. Noté que
me arrojaba algo de lástima con su expresión. Fue como si dijera: “Lo siento
chico. En verdad no eras el único. Hemos estado llamando a todos...”
El barman me ofrece dos servilletas más,
y luego otras dos. Cuando termino pago el tequila y le encargo entregar la nota
en cuanto salga de aquí. “A la señorita Magdalena R.”, le explico.
VI
Aquel viernes,
después de haberse hecho los exámenes, Magdalena cambió para siempre. Cuando
nos entregaron los resultados, la tarde ya comenzaba a dormirse sobre los
tejados de las casas, y las calles se llenaban de gente que salía de sus
oficinas. Nosotros estuvimos sentados dentro del carro, en silencio, alrededor
de quince minutos. Entonces hice que Manolo cantara de nuevo. Le dije que
estaba dispuesto a casarme con ella, pero me mandó a callar con un grito. Me
miró de frente, y pude ver en sus ojos un brillo de odio profundo. Un odio con
forma de avellana disparado con la misma furia con la que me acusó de arruinar
su vida. “Me cagaste la vida”, dijo, y estuvo repitiendo las mismas palabras
durante más de veinte minutos. Luego la llevé a su casa.
Todo esto vino
a mi mente mientras me esforzaba por llenar el bote recolector, en el baño del
hospital. No lograba entender el comportamiento reciente de Magdalena. Me
preguntaba qué le habría sucedido a la muchacha divertida y cariñosa a la que
había conocido tres años atrás. No terminaba de entender las cosas que me decía
Moya, pues en cuanto supe que Magdalena ya no se encontraba allí me desconecté
por completo de la realidad. Apenas alcancé a dejar la muestra de orina para
descartar la infección, y guardé sin leer la carta que ella me había escrito
antes de partir.
Mientras
conducía sin rumbo, recordé los últimos episodios de lo que había sido nuestra
relación. Magdalena terminó conmigo un día después de que la cánula de Moya
succionara a nuestro hijo. “No te quiero”, dijo. Lo dijo con la misma serenidad
con la que había tomado la decisión del día anterior. El mismo rostro de piedra
fría, sin emoción. Igual que cuando le reiteré mi voluntad de casarme con ella
y hacer una familia con el niño que vendría. Fue pocos minutos antes de que
ingresara a la clínica. Pero ella volvió a mirarme con odio, y sin decir
palabra se bajó del carro. No tuve más que seguirla hasta la puerta del
quirófano.
La carta se
quedó enredada entre facturas y otros papeles olvidados en el cajón del
salpicadero. Ahora siento curiosidad por ella. Intuyo que debí haberla leído
antes de escribir aquella nota. El hombre de la barra ha ingresado por la
puerta rotulada del otro lado. “Personal autorizado”, asumo. Me levanto de mi
asiento y camino con más dificultad que antes, rumbo a la salida. Me siento más
adormecido. “Es el tequila”, me digo en voz baja.
VII
Desperté cuando el negro de la puerta me
golpeó en el estómago con el empeine. Recostado, alcancé a mirar al barman y a
un mesero que esperaban a que yo me levantara para continuar con la paliza.
Cuando comprendieron que no lo haría, me atacaron en el suelo, a patadas,
mientras me gritaban sus motivos. Lo último que recuerdo es la sensación del
zapato brillante aplastado contra mi mandíbula, que cedió hacia el otro lado
provocándome un dolor indescriptible en el cráneo.
Asumo que
leyeron la nota que le dejé a Magdalena. Allí se lo decía todo. En cinco
servilletas de doble hoja, escritas de lado y lado, le digo cosas como “esta
mañana me he dado cuenta de que te odio”… u “Hoy debía nacer nuestro hijo, y en
cambio tuve que atender el parto de una mocosa que es madre soltera”… o “Te
odio por haberme matado un hijo en lugar de casarte conmigo”. Cosas así. Aunque
también le digo otras que quizá no venían al caso, como que en lugar de
estudiar gastronomía debería haber sido enfermera o que de seguro se ha
confabulado con Manolo García para hacer de mi vida una comedia miserable. Todo
en un horrible bloque de palabras y frases inconexas, aunque bastante crudas, e
incluso insultantes.
Cuando al fin
me dejaron tendido en el suelo, como un ebrio sin casa, recordé con claridad
todo lo que me dijo el doctor Moya el día que me dio la carta que jamás leí.
“Hicimos todo lo posible, pero la infección ya estaba muy avanzada... no quiso
que la vieras así... tú también deberías hacerte los análisis...”. Sus palabras
se confundían con las voces de mis atacantes. Me parece haber visto a Vanesa en
medio de todo. Creo haber entendido que una enfermera despistada había errado
la habitación y le había entregado a Magdalena una niña recién nacida, durante
su agonía. Todas las enfermeras son unas putas. Está claro que todo ha
terminado. Alguien me lanza las llaves del carro luego de haberlo saqueado.
Lo único que no
se llevaron fue la botella de aguardiente. Conduje sin música hasta la quebrada
del sur. He bajado dando tumbos hasta el borde del río. Estoy sentado sobre una
piedra, saboreando las últimas gotas de licor mezcladas con la sangre de mi
propio labio.
Me recuesto
sobre un montón de hierba maloliente. Cierro los ojos, y vuelvo a sentirme
atrapado dentro de una fotografía, solo que ahora es en blanco y negro. Cada
vez más negro que blanco. Aspiro hondo, y la brisa de la tarde me trae el olor
a cartón descompuesto de mi vieja caja de zapatos. Ahora ya no caben ni las
cucarachas. Solo me resta esperar a que vengan los buitres a terminar con todo.
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