Después de un largo, pero bien aprovechado receso, vuelvo al
estudio para emprender la aventura de un nuevo disco. Desde que se lanzó el primero, hace cuatro años, un sinnúmero de sucesos diversos me llevaron a
replantear el abordaje de la música que hago, y en el camino me he reencontrado
con la tradición cultural de mi país de origen, Ecuador.
A decir verdad, lo que me ha sucedido ha sido más un
maravilloso descubrimiento y un refrescante aprendizaje, que un
reencuentro. Pese a que nací en la
capital ecuatoriana, la circunstancia de mi ascendencia colombiana primero, y
las oportunidades vitales de mis padres después, me desconectaron del suelo
originario muy temprano y me destinaron a crecer entre dos culturas diferentes
de aquella que me puso en el mundo, de modo llegué a conocer y vivir a Quito
cuando ya había cumplido 10 años. Recuerdo el aterrizaje en la ciudad y los
rostros de la gente que nos esperaba en el aeropuerto; recuerdo sus manos
llamando a mis padres, y recuerdo sus ojos, que reían llorando por la emoción
de volver a vernos. En medio de aquella vorágine que hoy me viene la mente con
el vértigo de una secuencia confusa de fotografías antiguas, yo tenía la
sensación de haber mudado de planeta: no reconocía paisajes, no entendía el
dialecto, ni encontraba un aroma familiar que me conectara con este nuevo mundo
al que había llegado. Solo entonces fui consciente de que en realidad, jamás
había comprendido el significado de la palabra “volver”, que ahora flotaba
abandonada en el océano de mi cabeza de 10 años, cual náufrago a la deriva.
Como yo tocaba la guitarra desde los siete, lo primero que
me interesó de este nuevo mundo fue conectarme con su música, y por inercia aprendí
lo que aprenden todos los niños en Quito: que la música del Ecuador es el
Pasillo, y que el emblema del pasillo ecuatoriano es un intérprete que cantó y
bebió lo suficiente como para morir joven, y a quien se conoció en todo el
continente como “El Ruiseñor”. Creo que nadie ha cuestionado aquello nunca y
esto ha provocado algunos equívocos, como el de “Nuestro Juramento”, canción a la
que se asume como el más representativo de los pasillos ecuatorianos, pero que
en realidad es una canción jíbara de origen puertorriqueño que aquí se interpreta
como bolero.
Todo lo que sucedió después del primer lanzamiento, tiene
que ver con cuestionar los mitos de la música ecuatoriana. En el camino, he
descubierto un país preterido, en el que hay pasillo, en efecto, pero que convive
con músicas de diversa índole, como los albazos y las tonadas, o como el vals criollo (el género que más grabó el
ruiseñor), que es un nieto mestizo del vals europeo traído por los españoles,
aderezado con melodías de los Andes y con elementos percutivos contrabandeados
desde el Perú; o como la Chicha, que es una hija bastarda de la cumbia
colombiana de orquesta, y que a nosotros nos llegó a la mitad del camino entre
los andes peruanos y el chucu-chucu antioqueño; o como el sinnúmero de músicas
traídas del África en los siglos coloniales y adaptadas al mestizaje de las
diferentes regiones americanas. Aquí se quedaron ellas en las formas del
Andarele y de la Bomba y de los Arrullos y de tantas otras tan diversas, que a estas alturas es difícil repetir sin sonrojarse aquel lugar común de que
la ecuatoriana es la música triste por antonomasia.
Pero también se quedó el rock, que empezó a llegar desde los
50s (cuyo ídolo de juventudes fue Rubén Barba), y que a medida que creció la
industria de la música global dio paso a un abanico impresionante de géneros
que hoy coexisten aquí con los otros, y que van del Pop al Metal como quien va
de la cama al living.
El disco que estamos produciendo hoy, es un compendio de
todo esto. Escribí las canciones que lo conforman como una serie de historias
de diversa índole, tragedias y comedias, ficciones y poesía, entre las que
se cuenta incluso alguna verdad del amor; y las compuse con los elementos de
este país descubierto, pero también con el remanente de las músicas que aprendí
antes de llegar a Quito cobijadas por un acordeón; como construyendo la brújula
con la que una persona podría navegar en este País de las Ultimas Cosas. De
alguna manera, es el regalo de bienvenida que le entregaría a aquel niño de 10
años que se vio arrollado por la sorpresa de llegar a un lugar en el que –como
en la novela de Paul Auster- las cosas “desaparecen una a una y no vuelven
nunca más”, y en donde “el clima cambia de forma continua: un día de sol,
seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego uno de niebla; templado,
después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso y… en pleno
invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no necesitas llevar más
que un suéter.”
Quito, Mayo de 2015
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